Revisar el mandato antropológico

    Recepción: 3 de febrero 2017

    Aceptación: 5 de marzo 2017

    Resulta bastante sencillo compartir el disgusto de nuestro colega Gustavo Lins Ribeiro. Digo “nuestro” refiriéndome al colega antropólogo de las “antropologías del mundo”, al colega latinoamericano, al brasileño formado en las academias del Brasil y de los Estados Unidos y, sobre todo, al colega que vino a la Argentina a hacer su trabajo de campo doctoral sobre la Represa Binacional Yacyretá y su personal técnico, conocido como “bichos de obra”. Desde relativamente temprano en su carrera académica Gustavo participó en distintos debates, publicó en las nacientes revistas antropológicas argentinas y apoyó vivamente el renacimiento y el afianzamiento institucional de la antropología social en el periodo democrático, de la mano de los antropólogos sociales que permanecieron en la Argentina durante la última dictadura militar y que se las ingeniaron para mantener, con variantes, una antropología útil y presente conectada con las principales corrientes antropológicas nordatlánticas, lo que por entonces se llamaba, siguiendo a Eric Wolf, el gran maestro de Gustavo en cuny, “la antropología de las sociedades complejas”.

    Por esta historia común puedo estar segura que el llamado de Gustavo es por demás genuino. Y por su interés en las corrientes sobre la globalización y sus desempeños en organizaciones nacionales e internacionales de la Antropología, confío en que su panorama resulta de un vasto conocimiento sobre cómo los antropólogos de distintas procedencias entienden y practican lo que llaman “antropología”. Así que con esto en vista, me gustaría hacer algunas reflexiones desde mi humilde experiencia como una de sus tantos colegas.

    Los antropólogos de nuestros países, esto es, los que estamos fuera del Atlántico Norte, calificativo que me parece más adecuado que el de “Occidente”, nos concebimos como una caja de resonancia teórica, metodológica y temática de lo que ocurre en los países “centrales”. Exactamente como advirtiera Gustavo, las crisis locales de esos países, y sus antropologías, cobran inmediatamente un carácter global que involucra a los países de las “otras antropologías” (Boscovich), “periféricas” (Cardoso de Oliveira), “antropologías segundas” o “del Sur” (Krotz). Sin embargo, y pese a que todos estamos en el mismo mundo cuya dinámica responde fuertemente a los dictados de sus poderes económicos y también de sus gobiernos, la antropología nos ha enseñado que es tan importante lo que vive un residente en Miami como lo que vive un ciudadano de Kinshasha, Santiago de Chile o Sofía. También nos ha enseñado que incluso un poblado, periférico si lo hay, como en su tiempo lo fue el archipiélago melanesio de las Islas Trobriand, tenía mucho que enseñar a los europeos que se masacraban en la Gran Guerra del 14. No sólo sobre la variabilidad de la especie humana; no sólo sobre el amplio espectro cultural, todo lo cual merece dignidad y respeto. Los trobriandeses junto a Malinowski (no un británico sino un polaco) le enseñaban a Europa sobre la sociedad europea. Los antropólogos nunca perdieron el contacto con sus respectivos nativos y fue esa la piedra de toque de su lugar en las ciencias sociales y las humanidades.

    Sin duda hoy existen temáticas que nos reclaman como agentes del saber globalizado y globalizante. Muchas de ellas son cuestiones arduas y urgentes que reclaman el posicionamiento humanitario y el profesional de los antropólogos. Sin embargo, estos dos posicionamientos no son idénticos ni van necesariamente en el mismo sentido.

    Lins Ribeiro describe la posición de los antropólogos en el mundo actual como la de una relevancia (intelectual) perdida tanto en los debates nacionales como en los globales frente a un “giro a la derecha” que se expresa en un creciente racismo y una expansiva discriminación antiinmigratoria. ¿Razones? Endógenas y exógenas. De las primeras, Lins atribuye nuestra relevancia perdida a nuestro enredo en “discusiones internas y en nuestras especialidades como forma de mostrar erudición y de hacer carrera”. No aclara a qué discusiones internas se refiere ni los modos de hacer carrera, dónde y “contra quién/es”. ¿Está diciendo que nuestros modos de hacer carrera y de desarrollar erudición se parecen más a la ciencia básica que a la aplicada y visible? ¿Alude por “discusiones internas” a lenguajes y a cuestiones teóricas propias de nuestros desarrollos académicos, o supone que esa “internalidad” es, además de interna, irrelevante? Cuando se refiere a razones exógenas habla de corrientes y fenómenos globales, como el “antiintelectualismo”, el “imperio de las pantallas” y el saber fragmentado y aparentemente inmediato que provee internet, y también al avance del neoliberalismo en la academia y el cierre de numerosos programas de antropología. También habla del ingreso competitivo de otras disciplinas —los estudios culturales, supongo— cuando buscan pronunciarse acerca del concepto de “cultura”, tan caro y aparentemente tan propio e inherente a la trayectoria antropológica, pero que los antropólogos habríamos abandonado junto al evolucionismo. Entonces Lins Ribeiro nos demanda, vía la declaración de octubre del 2016 de los antropólogos polacos, que tomemos posiciones políticas más claras y públicas ante la xenofobia y el racismo nordatlántico y europeo. Aun cuando nos hayamos ubicado del “lado correcto” de la historia, Lins también nos reclama pronunciamientos más certeros en la “crisis de civilización que vivimos y los rumbos del capitalismo hiperflexible”, que excedan las “metanarrativas pastorales y comunitarias” en que solemos “reconfortarnos”. Para inspirar este movimiento sirven no sólo los antropólogos polacos; también el formidable ejemplo de Franz Boas.

    Ahora bien, este reclamo parece más adecuado si se aplica a la academia antropológica del gran país del norte, el del giro posmoderno, el del white man’s burden, el de los resultados de la última elección presidencial, el de la academia donde él y yo estudiamos nuestros doctorados, que a otros países, como por ejemplo el mío y acaso el del mismo Lins. En la hiperpolitizada Argentina, académica o no, los antropólogos portamos una disciplina misional. No sólo por los temas que estudiamos, los autores que leemos, la retórica que empleamos, sino también y de manera muy sobresaliente (en su visibilidad y calidad) por el carácter político de la antropología social, instaurada como subdisciplina antropológica dominante en las instituciones universitarias argentinas desde 1984, y por el carácter judicial y compensatorio de la antropología forense desde unos años después. Los antropólogos argentinos creemos que la antropología social es una disciplina eminentemente progresista, comprometida con las clases subalternas y las minorías étnicas, y aunque el racismo no ha sido un tema ni constante ni recurrente en nuestra producción, los antropólogos sociales argentinos consideramos que nuestra disciplina sirve principalmente, como solicita Lins, para denunciar la injusticia, la postergación y la expoliación. Será por eso que los temas preferidos rondan preferentemente cuestiones relativas a la discriminación, la desigualdad social, el etnocidio y los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado durante la última dictadura militar (1976-1983). Los migrantes, especialmente los limítrofes, aunque también y últimamente los de origen africano y asiático, son parte de esta misión.

    De más está decir que la relación del Equipo Argentino de Antropología Forense no debe explicitar su compromiso, habida cuenta de su nacimiento como un grupo de jóvenes estudiantes de antropología —sociocultural, arqueológica y biológica— que fueron adiestrados para identificar restos humanos innominados (“nn”) hallados en fosas cavadas por esos mismos seres cuando aún tenían nombre y apellido y estaban por ser fusilados, o cuando ya eran pedazos de carne muerta en horrendos interrogatorios cuyo fin era conseguir nutridas delaciones para desarmar células y redes de simpatizantes, militantes y dirigentes de organizaciones armadas de izquierda que habían optado por la táctica foquista, para desarticular organizaciones gremiales y sociales rotuladas de “subversivas”, y para desanimar a toda la sociedad por la ejemplaridad de semejantes castigos. El presente siglo también ha visto a los arqueólogos en busca de una arqueología pública y más próxima de las poblaciones residentes en las zonas de los sitios.

    En suma, hace mucho tiempo, digamos que desde mediados de los ochenta, que las antropologías argentinas que hoy se practican, piensan y discuten en este rincón del mundo asumieron de manera pública diversas misiones contra la injusticia, el genocidio, la desigualdad y la discriminación. De manera que el reclamo de Lins no se sostendría aquí (¿se sostendría en el Brasil?). Y sin embargo dicho sesgo no elimina la pertinencia de ciertas preguntas, como por ejemplo, ¿acaso estas antropologías comprometidas y progresistas son influyentes en el diseño de políticas públicas justas, democráticas y pluralistas? O es que deberíamos preguntarnos: ¿acaso estas antropologías influyen y afectan los climas de opinión política y social en el país? ¿En qué sectores y en qué clases sociales? O quizá tendríamos que preguntarnos, más simplemente: ¿acaso estas antropologías comprometidas, públicas, pluralistas y presuntamente útiles, son “buena antropología”? Cada uno de estos interrogantes admite distintas respuestas dependiendo, claro está, de cómo definamos términos como “influyente”, “buena”, “justa, democrática y pluralista”, etcétera.

    De las numerosas cuestiones que estas preguntas plantean, sólo quisiera advertir que ocupar la arena pública no supone ser creíble, y “ser creíble” no supone serlo en tanto que antropólogo. Probablemente uno lo sea en tanto ciudadano, o militante, o funcionario, pero no necesariamente como académico en esta disciplina (que creo es la más próxima de la gente que estudia de todas las ciencias sociales). La situación de los antropólogos sociales difiere de la de los antropólogos forenses, cuyos procedimientos están tipificados en función de la resolución de una identidad borrada o el establecimiento de la causa de muerte. Ciertamente alguien puede estar o no de acuerdo con la decisión de exhumar restos humanos y de identificarlos, como sucede actualmente con los “nn” muertos en el conflicto sudatlántico de las Malvinas de 1982 y que yacen en el Cementerio de Darwin, al oeste de la Isla Soledad de dicho archipiélago. Pero el dictamen final será acreditado por simpatizantes y críticos de la operación. El Equipo Argentino de Antropología Forense se ha labrado un reconocimiento que, mediante la experticia tecnocientífica, nos devuelve a los argentinos (y a otros ciudadanos del mundo cuando el equipo operó en Yugoeslavia, Bolivia, Ruanda y México, entre tantos otros destinos) un conocimiento que nos fue negado bajo el rótulo de “desaparecidos”.

    Pero la situación de los antropólogos sociales me parece menos clara y lineal, en parte porque la agenda profesional e intelectual de atender cuestiones “relevantes” que nos hemos labrado los antropólogos argentinos parece haberle ganado a la complejización de la realidad sociocultural, a la pluralidad de enfoques y de cuestiones que también son dignas de atención. ¿Qué quiero decir con esto? Que si todo cuanto pasa por mis registros de campo debe leerse en clave de discriminación, genocidio o etnocidio, y es ése y sólo ése el mensaje que recibirán mis lectores, es muy probable que mi producción no sea del todo creíble. ¿Por qué? Porque ésa, mi interpretación proferida en tanto que antropóloga, no se vincularía con la experiencia de mis lectores y porque mi interpretación (políticamente correcta, justiciera y denunciante) pintaría una imagen de los sujetos de estudio unilateral y probablemente caricaturesca. Quizás esta imagen sea avalada por mis interlocutores (a quienes solemos llamar “informantes”), incluso para limpiar su mala imagen pública. Pero esto no implica que ellos mismos y que los lectores (funcionarios, académicos de otras disciplinas o legos) crean en mi interpretación. “Creer” debiera entenderse como verse genuinamente reflejados en esta producción o encontrar mi pintura como socioculturalmente plausible.

    El espíritu de denuncia que hemos adoptado muchos antropólogos latinoamericanos puede producir varios efectos. El primero es que la filosofía de los derechos humanos y sociales como panhumanitarios se imponga sobre el reconocimiento de realidades y sistemas de valores y de normas que contradicen o que reconfiguran aquellos preceptos. El investigador pasa a desempeñarse como un supervisor del incumplimiento de derechos formulados por la legislación internacional. En el mismo movimiento, se produce un segundo efecto: que los interlocutores en nuestros escritos aparezcan como puro objeto de explotación, discriminación e injusticia, perdiendo la dimensión de su propia agencia, su capacidad de maniobra y de reacción, y las explicaciones que éstas provocan. El tercer efecto es la prioridad absoluta de ciertos temas en desmedro de otros, a los que se hace a un lado porque sus protagonistas no gozan de la simpatía política o sociocultural del mundo al que pertenece el investigador (mundo que restrinjo al universitario-académico), o porque serían los responsables de la mengua de derechos de los subalternos y/o perseguidos. De estas evitaciones resulta un cuerpo de investigaciones que sanitariza a los pobres y a las minorías étnicas, obviando sus lados oscuros, crueles y hasta inmorales.

    Es precisamente este punto el que nos interpela a los antropólogos ante los degüellos y atentados producidos por distintas tramas organizativas que, lejos de seguir y pretender afirmar los “fundamentos” de las escrituras divinas, generan una prédica exacerbada, recalcitrante y absolutamente posmoderna, tal como ha mostrado magistralmente Talal Asad en On Suicide Bombing (2007). Que el país con mayor producción y concentración de antropólogos del mundo corra el riesgo de convertirse en Trumpistán; que las repúblicas emergentes de las promisorias guerras de liberación de los 50-60 se hayan convertido en reinados absolutistas, muy lejos de las prédicas de los primeros ideólogos revolucionarios; que la revolución rusa, de la cual se cumple un siglo, haya derivado en una república belicista con formidable concentración de poder; que algunos millones de habitantes de este mundo vivan regidos por camarillas de prédica izquierdista, algunas de ellas con extraordinario poder nuclear; o que un pueblo fundado en la memoria de uno de los mayores genocidios del siglo XX aplique para con sus vecinos las mismas medidas que en el siglo XX sus verdugos aplicaron con él; todo esto y mucho más nos obliga a preguntarnos, demasiado seriamente, cuál es la línea que divide el lado correcto del incorrecto de la humanidad y de la historia, y cuál sería el lugar más propiamente antropológico para hacer contribuciones que hagan nuestra producción útil, visible, plausible y comprensible.

    Ciertamente, y si acompañamos a Lins Ribeiro en su extralimitada definición del periodo antropológico evolucionista según el espíritu predominantemente optimista de sus cultores, considero que la fe evolucionista se basaba en un punto que suele pasarse por alto y que se pone de manifiesto brutalmente en el mundo actual. En nuestras historias de la antropología solemos olvidar que el gran interlocutor de los evolucionistas no era el “mundo primitivo”, ni “los salvajes”. Era aquella otra usina de pensamiento y conocimiento que competía con la ciencia laica, al punto de negar sus hallazgos y proscribir sus criterios, en defensa de la fe y sus doctrinas. Me refiero a la Iglesia, y particularmente a las distintas confesiones cristianas. ¿Qué pensarían hoy aquellos evolucionistas (incluyo aquí a Carlos Marx y a Federico Engels) del sentido de la historia y la cultura? ¿Cómo explicarían la destrucción de los monumentos mesopotámicos? ¿Qué semejanzas podrían establecerse con los siglos XVI y XVII, y seguramente antes, cuando los restos de homínidos eran escondidos o negados para su estudio?

    Para concluir, lejos estoy de sostener que Lins Ribeiro y los antropólogos polacos, y también la mayoría de nosotros, sus colegas, no debamos ocupar la tribuna en defensa de distintas causas que creemos justas y a cuyo conocimiento y difusión tanto hemos contribuido. Pero si Claudio Lomnitz tiene razón (como creo que la tiene) cuando afirma que carecemos de categorías para caracterizar cuanto hoy sucede, es porque hace falta algo distinto. Reforzar lo que ya venimos haciendo y de la manera en que lo hacemos sólo nos pondrá más recalcitrantes e impermeables a lo que las realidades nos gritan en la cara. Como ciudadanos seguiremos pronunciándonos en la arena pública. Como antropólogos necesitamos repensarnos, estudiar mucho e inventar nuevos caminos. Y para esto necesitamos hacer más y mejor investigación.

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