Del rebozo a la pañoleta. La reinvención de la vestimenta indígena

    Recepción: 27 de marzo de 2019

    Aceptación: 29 de agosto de 2019

    Resumen

    El objetivo del artículo es describir y entender la vestimenta actual de las mujeres de una comunidad zapoteca de los Valles Centrales de Oaxaca que han sido expropiadas de sus atuendos y gustos tradicionales a favor de sentidos y estéticas que sirven como marcadores de distinción social para otros grupos sociales. Aunque esto ha sucedido en muchas comunidades indígenas sabemos poco acerca de las maneras en que las productoras y usuarias se han enfrentado a ese proceso. El ejemplo de San Bartolomé Quialana da cuenta de la manera en que las mujeres de esa comunidad, al ser expropiadas de sus atuendos tradicionales, se han apropiado de prendas, materiales, texturas y colores industriales que les han permitido reinventar su indumentaria de acuerdo a sus sentidos, estéticas y recursos. Se trata de una comunidad donde la migración masculina a Estados Unidos ha estado asociada y, en cierta medida, facilitó la transición femenina hacia la nueva indumentaria.

    Palabras claves: , , , , ,

    From Rebozo Shawls to Bandannas: The Reinvention of Indigenous Dress

    Abstract: The article’s goal is to describe and understand women’s current dress in Zapotec communities of Oaxaca’s central valleys, among subjects who have seen their apparel and traditional tastes expropriated to exploit meanings and aesthetics that serve as social-distinction markers among other social groups. Though this has occurred in numerous indigenous communities, we know little about how female producers and users have responded to the process. An example at San Bartolomé Quialana attests to the way that community’s women—when expropriated of their traditional dress—appropriated mass-produced apparel, materials, textures and colors that have let them reinvent their clothing in line with their own meanings, aesthetics and resources. It is a community where men’s emigration to the United States has to a certain degree been associated with facilitating women’s transition to new clothing styles.

    Keywords: Distinction, expropriation, reinvention, apparel, emigration, the Zapotec people.


    En una tienda de “artesanías” de buena calidad de la ciudad de Oaxaca, dos turistas extranjeras le pedían al dependiente que les explicara el “simbolismo” de los diseños de unos manteles individuales de telar de cintura que les habían gustado. Se molestaron mucho cuando el empleado les dijo que no lo sabía y que las artesanas que los hacían tampoco decían nada al respecto. Para las turistas eso resultaba inexplicable y casi cancelaron la compra. Para ellas, los objetos artesanales indígenas tenían, necesariamente, que tener un “simbolismo”. Estos objetos, como los individuales, que son pensados y elaborados para los gustos y usos de los turistas, no forman parte del repertorio de artículos que se utilizan en los hogares de las artesanas.

    En algunos puestos del mercado dominical de Tlacolula, Oaxaca, se venden pañoletas o mascadas de dos tamaños, de diversos e intensos colores, muy diferentes de los chales y rebozos que identificamos con la indumentaria de las mujeres zapotecas de los Valles Centrales de Oaxaca. Las pañoletas recuerdan a las mantillas españolas o los chales rusos que se usaban hace décadas. En algunos puestos se venden además blusas, vestidos y faldas, de adultas y niñas, confeccionadas con la tela de las pañoletas. La gente de la microrregión identificaba, sin dudarlo, las pañoletas y la ropa hecha con ellas con San Bartolomé Quialana, una pequeña comunidad zapoteca de los Valles Centrales.

    Introducción

    El objetivo de este artículo es describir y analizar el uso de las pañoletas y las prendas de vestir como parte de un proceso de lucha y redefinición identitaria de las mujeres de San Bartolomé, donde los materiales y productos industriales desempeñan un papel central.

    Esto tiene que ver con un fenómeno amplio y generalizado: la indumentaria tradicional indígena, en especial la de las mujeres, ha sido remodelada por estéticas, sentidos –y precios– urbanos y turísticos, de tal manera que a las productoras les han sido expropiados los sentidos, usos y gustos de sus prendas y accesorios. En este proceso, las mujeres de San Bartolomé Quialana han reinventado su manera de vestir mediante la apropiación de productos y materiales industriales que han rediseñado de acuerdo con sus gustos, sentidos, condiciones de vida y cambios que las han afectado en los últimos años.

    La información se basa en recorridos, observación, conversaciones y entrevistas a mujeres, productoras, comerciantes y consumidoras, realizados en enero de 2019 en el tianguis de Tlacolula, en San Bartolomé Quialana, Magdalena Teitipac y San Marcos Tlapazola. Se basa también en la información preliminar de las encuestas a hogares aplicadas por el Mexican Migration Project (mmp) en el mes de enero de 2019 en cuatro comunidades de los Valles Centrales de Oaxaca: Magdalena Teitipac, San Bartolomé Quialana, San Lucas Quiaviní y Santa Ana del Valle.

    Mural de la mujer de San Bartolomé Quialana, Oaxaca. Presidencia Municipal. Fotografía de Alondra Rodríguez.

    La ropa y las maneras de vestirse han servido siempre como indicadores de información y comunicación, de pertenencia e identidad, pero también de cambio de identidad. Bourdieu (2002) llamó la atención sobre la distinción, ese recurso de la cultura que, mediante el consumo cultural, sirve como marcador y diferenciador de los grupos sociales. Se trata de la apropiación socialmente legítima de objetos y bienes “legítimos” que se consideran exclusivos en tanto son identificados, reconocidos y disfrutados por distintos grupos. Bourdieu (2002) se centra sobre todo en el mundo del arte, pero menciona también la vestimenta, de tal manera que el concepto y la discusión pueden ampliarse hasta incluir la vestimenta indígena como parte de los procesos de apropiación, lucha y disputa por la producción y el consumo de objetos y bienes culturales. La clase dominante ha incorporado en sus “gastos de presentación” (Bourdieu, 2002: 182) elementos de la indumentaria indígena; pero para ello se han hecho selecciones y adecuaciones de prendas, artículos y diseños de acuerdo con sus necesidades, estéticas y maneras de consumirlos.

    En México, los textiles, en especial, se han convertido “en objetos de culto que albergan significados alrededor de amplios conceptos sobre lo “étnico”, lo “tradicional” o lo “maya”, que se ponen de moda en ámbitos que superan lo local y se mueven como mercancías” (Bayona Escat, 2013: 372).

    La vestimenta indígena fue, durante mucho tiempo, un marcador de la estética, la identidad y los sentidos de los diversos grupos y pueblos de acuerdo con gustos, relaciones y lógicas simbólicas basados en el trabajo femenino doméstico. Las mujeres producían, en telar de cintura, “la indumentaria para ellas y sus familias” (Lechuga, 1996: 86). La vestimenta femenina estaba formada por rebozos, blusas, faldas, fajas, huipiles, delantales. Hasta la década de 1960 se calculaba que entre 80 y 90% de la indumentaria indígena se producía en los hogares y era para uso de sus miembros (Lechuga, 1996). Las mujeres eran las productoras y, al mismo tiempo, las consumidoras de las prendas de vestir.

    Las formas de ataviarse eran elementos centrales de la identidad. Se sabía que “las características de las diferentes prendas, la combinación de ellas y sus diseños son distintivos de cada etnia, cada región y a veces cada pueblo” (Lechuga, 1996: 90). De esa manera, decía, “se puede saber de dónde proviene una persona por la indumentaria que usa” (Lechuga, 1996: 90). En general, la decoración combinaba elementos de la cosmovisión de los grupos étnicos con reproducciones de sus entornos naturales, como animales y plantas (Lechuga, 1996).

    Con todo, se advertían cambios: se reconocía que “la manta y otras telas industriales han reemplazado parcialmente los lienzos realizados en telares manuales” (Lechuga, 1996: 89); se advertía que en la confección de prendas se utilizaban “telas de fábrica, hilazas y estambres, listones y encajes” (Johnson, 1974: 162). Se señalaba también que las jóvenes ya no querían aprender las laboriosas tareas asociadas con la confección manual de las prendas de vestir y que “ante la penetración del comercio, van perdiendo el orgullo y la satisfacción estética de crear una buena pieza” (Johnson, 1974: 169).

    A principios de la década de 1970, Martínez Peñaloza (1988) hizo una evaluación, actividad por actividad, que le llevó a constatar la desaparición de muchas tradiciones artesanales, entre ellas la elaboración de prendas y los productos de fibra, debido a la pérdida de muchas materias primas locales y regionales que habían dado renombre a productos y localidades.

    La expansión y penetración capitalista había llevado a la mercantilización de los objetos tradicionales y a un cambio de sentido de la producción artesanal en general (García Canclini, 1982; Moctezuma Yano, 2002; Novelo, 1976). El capitalismo, se decía, se apropiaba y recreaba los productos artesanales y modificaba las formas de producción y las relaciones entre los productores.

    La introducción de la electricidad, que permitió la utilización de tecnología y maquinaria; el deterioro de la economía agropecuaria familiar; la demanda urbana de viejos y nuevos productos y la promoción gubernamental de las artesanías como fuente de divisas para el país detonaron tres procesos en las comunidades artesanas: la orientación de la producción hacia el mercado urbano y turístico, el surgimiento de talleres y la asalarización de los artesanos (Good Eshelman, 1988; Novelo, 1976). Y eso marcó el inicio de grandes cambios.

    En la actualidad, los productos artesanales se han convertido en mercancías transformadas “culturalmente por los gustos, los mercados y las ideologías de economías más grandes” (Appadurai, 1991: 44; Pérez Montfort, 2007). Los objetos artesanales, que suponen algún grado de trabajo manual, son creados, modelados y recreados por actores sociales distintos, y en muchos casos distantes, de las comunidades. Esos actores son los que redefinen, redibujan y monopolizan “el conocimiento del mercado, del consumidor y del destino de la mercancía” (Appadurai, 1991: 61). Los productores han perdido el control y el poder sobre su trabajo y el sentido de su trabajo. Cada vez más son los nuevos actores sociales, en especial los intermediarios, los que construyen “la política de estatus de los consumidores” (Appadurai, 1991: 67).

    En el caso de la vestimenta, se puede decir que se trata de un proceso de expropiación y apropiación de la indumentaria femenina para adaptarla a gustos urbanos y turísticos cada vez más sofisticados, que de esa manera se integran a circuitos de exposiciones, museos, galerías y tiendas exclusivas que establecen nuevas formas de distinción.

    En la sierra norte de Puebla, las indígenas nahuas han mejorado la calidad de los productos y hacen innovaciones constantes en los diseños que han incorporado nuevos objetos, como “las colchas de hotel, las cortinas, las almohadas, las toallas” (Báez Cubero y Hernández García, 2014: 113). En Zinacantán, Chiapas, las artesanas producen para el mercado turístico “chamarros, chuj, enredos, fajas, chalecos, pulseras, carpetas, blusas, entre otros” (Sánchez Santa Ana y Pérez Merino, 2014: 67).

    Se ha convertido en parte de la elegancia urbana usar blusas, huipiles y rebozos de Chiapas y Oaxaca, entre otros. Para ello se han rescatado materias primas “nativas” como el algodón coyuche de Oaxaca, así como sedas, linos y lanas originales que son tratadas con tintes naturales como añil, caracol, cempazúchitl, grana cochinilla, con las que se elaboran rebozos, huipiles, blusas, vestidos, además de artículos de decoración como cojines, caminos de mesa, colchas, manteles, servilletas. Los diseños, texturas, decoración, cortes, medidas y colores de las prendas se han adaptado a los gustos y usos de mujeres urbanas y turistas, que los aprecian en tanto se trata de prendas remodeladas pero con las reminiscencias de iconografías indígenas que agradan y se valoran.

    En el proceso, las prendas han perdido los colores intensos para privilegiar los tonos neutros y neutralizados de los tintes “naturales” y se han introducido decoraciones desconocidas e impensables en la indumentaria tradicional. Un rebozo de seda de Oaxaca en una boutique, tienda de museo o exposición en la ciudad de México puede costar 700-800 dólares; una blusa o un huipil de Chiapas o Oaxaca 300 dólares. Son precios que hacen prácticamente imposible que las mujeres que los han fabricado puedan comprarlos. En vez de usarlos, es preferible venderlos. Además, ya no les gustan.

    Pero entonces, ¿qué sucede cuándo las productoras y consumidoras dejan de tener acceso y pierden el gusto por los objetos que formaban parte de su vestimenta tradicional? ¿Cómo se visten? ¿Cómo mantienen o modifican sus atuendos y formas de ataviarse?

    Se han detectado tres vías distintas. Por una parte, la adaptación de las innovaciones para el mercado de la vestimenta tradicional, en cuanto a “colores, decoración o formas”, como ha sucedido en Zinacantán, Chiapas (Sánchez Santa Ana y Pérez Merino, 2014). El éxito de esas prendas ha ampliado el uso de la vestimenta zinacanteca a otras comunidades e incluso se ha convertido en la indumentaria de las comerciantes urbanas de textiles en San Cristóbal de las Casas (Bayona Escat, 2013). En otros casos se advierte el abandono “de la indumentaria elaborada en las comunidades y en su lugar la tendencia creciente a vestir prendas que se usan en todos lados, de materiales industrializados y de menor calidad” (Báez Cubero y Hernández García, 2014: 133-134). Y sin duda hay multitud de mujeres que mantienen la confección y el uso de los mejores huipiles para sí mismas (Margarita Estrada, comunicación personal).

    Enfrentadas a un escenario similar, las mujeres de San Bartolomé Quialana han desarrollado una cuarta y original vía: la reinvención de una manera de vestir, con base en la utilización y recreación de productos industriales como las pañoletas. Esto fue posible, en un primer momento, por la migración masculina a Estados Unidos, que facilitó la llegada a la comunidad de esas mascadas tan coloridas. Al mismo tiempo, la ausencia masculina facilitó que las mujeres dieran nuevos usos y sentidos a esa prenda hasta convertirla en parte fundamental de su vestimenta.

    El ejemplo de los cambios en la indumentaria femenina en San Bartolomé Quialana sugiere que la migración internacional tiene impactos más allá de los que han sido estudiados y mencionados, como los intercambios económicos, la organización social y política, las festividades, los ceremoniales. El ejemplo de San Bartolomé muestra cómo la migración ha impactado ámbitos como la indumentaria y el consumo cultural de los indígenas.

    Sobre el tema no conocemos estudios ni modalidades similares en México. Quizá lo que más se asemeja sea el de los sapeurs en Francia, aunque en ese caso, se trata de un fenómeno masculino. Sape significa “Société des Ambianceurs et des Personnes Élégantes”, aunque también alude a la palabra “sape” del argot francés que significa atuendo (Friedman, 2001). También se les llama dandis del Congo (Mediaville, 2013; Wikipedia, 25 de enero de 2019).

    Se trata de una manera de vestir que empezaron a producir –y con la cual se producen a sí mismos– los migrantes congoleses en Francia. Aunque se trata de un fenómeno antiguo, que hunde sus raíces en el pasado colonial, fue sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, en la que los jóvenes congoleños lucharon junto a los franceses, cuando empezaron a apropiarse de la manera de vestir de los parisinos, pero lo hicieron con telas, texturas, colores, combinaciones y accesorios donde mezclaban elementos de la elegancia occidental y su gusto por la estética africana. A su regreso a las comunidades de origen usaban el atuendo occidental reinventado con texturas, colores y combinaciones que operaban, se ha dicho, como una forma de resistencia anticolonial, pero también contra las estructuras autoritarias de la sociedad congoleña (Gondola, 1999; Mediaville, 2013; Wikipedia, 25 de enero de 2019).

    En un principio despreciada, la vestimenta y el modelo sapeur ha dado lugar a estilos, modistos y sastres, así como expresiones artísticas, en especial en el campo musical (Gondola, 1999; Mediaville, 2013). En la actualidad, hay sapeurs en París, Londres, Bruselas y en África en el Congo, en especial en la capital, Brazzaville, y en Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo (Gondola, 1999; Mediaville, 2013).

    Con algunas similitudes con los sapeurs, las mujeres de San Bartolomé Quialana han reinventado y reivindicando una manera de vestir con base en productos e insumos industriales que corresponde a sus transiciones sociales, gustos y, desde luego, a lo que pueden pagar por la ropa. Las mujeres de Quialana han dejado de ser productoras de sus prendas de vestir para convertirse en consumidoras; pero consumidoras que han logrado generar maneras de vestirse que responden a sus gustos, necesidades y posibilidades.

    La gente y la ropa en San Bartolomé Quialana

    Es un pequeño municipio zapoteco de los Valles Centrales de Oaxaca, que se localiza a 6.1 kilómetros de Tlacolula, la cabecera distrital, y a 39 de la ciudad de Oaxaca. El municipio, de 49.76 kilómetros cuadrados de extensión, está a pie de monte de los Valles Centrales. Las comunidades de los Valles se ubican entre los 1 650 y los 1 800 metros sobre el nivel del mar y tienen acceso a tierras comunales, en menor medida ejidales, en el monte, y pequeñas parcelas de propiedad privada en el Valle Central.

    San Bartolomé Quialana. Valles Centrales de Oaxaca. Fuente: Elaboración propia con base en datos del SCINCE 2010, INEGI.

    Desde el año 2000, cuando registró el mayor número de habitantes, la población ha disminuido y las tasas de crecimiento han sido negativas o apenas positivas (cuadro 1). En 2015 se estimó que había 2 476 pobladores, de los cuales 1 030 eran hombres y 1 446 eran mujeres. La proporción de hombres era de 41.59% y la de mujeres 58.40%, lo que indica la persistencia de una migración predominantemente masculina.

    En realidad hasta el año 2000 se intensificó y, aunque con cierta tendencia a la baja, se ha mantenido la migración masculina a Estados Unidos, que comenzó en la década de 1960. El primer migrante que captó la encuesta del mmp (2019) salió de la comunidad en 1967. En enero de 2019 había 158 migrantes en Estados Unidos, de los cuales 125 eran hombres (79.11%) y 33 mujeres (20.88%) (mmp, 2019). La migración femenina más antigua fue en el año 1996. De las 33 migrantes registradas, 17 correspondían a reunificación familiar (mmp, 2019).

    Las mujeres que permanecen en los Valles participan de manera activa y decisiva en las actividades económicas que hacen posible la sobrevivencia de sus hogares y son las que están en contacto cotidiano con clientelas no indígenas. Las de San Bartolomé Quialana y Magdalena Teitipac elaboran y salen todos los días a vender tlayudas (tortillas de maíz de gran tamaño) a Tlacolula, a la ciudad de Oaxaca, y reciben pedidos de las que las exportan a otros lugares de México y de Estados Unidos, además de las que se dedican a la confección y el bordado de prendas de vestir; y las que venden flores en el mercado de Tlacolula y frutas los domingos; las de San Martín Tlapazola, además de producir y vender tlayudas, son alfareras y bordan mandiles; las de Santa Ana del Valle son maquiladoras para los talleres de tapetes de Teotitlán del Valle. Ahora, decía Julia, que elabora tlayudas y tejate, los hombres son “los que nos ayudan en lo que pueden”.

    Población y tasas de crecimiento, 1900-2015. San Bartolomé Quialana, Oaxaca. Fuente: Elaboración propia a partir del Archivo Histórico de Localidades Geoestadísticas y Encuesta Intercensal 2015, INEGI.

    Los vecinos, aunque entienden y hablan español, se comunican en zapoteco. En San Bartolomé Quialana y los demás pueblos del pie de monte ya no se usan las blusas de algodón bordadas, el enredo o envuelto con ceñidor ni los rebozos de algodón. En Magdalena Teitipac y San Marcos Tlapazola las mujeres usan todavía rebozo.

    Vendedoras de flores de Quialana en el mercado de Tlacolula, Oaxaca. Fotografía de Alondra Rodríguez.
    Vendedoras de frutas en el mercado de Tlacolula, Oaxaca. Fotografía de Alondra Rodríguez.

    Lo más distintivo de la indumentaria de las mujeres de San Bartolomé, su nueva seña de identidad, son las pañoletas que se colocan en la cabeza. Las pañoletas son de fabricación industrial, de tela sintética de buena calidad, cuadradas, de dos tamaños, de colores muy intensos e impresas con grandes flores, también de colores. Los colores preferidos son rojo y azul. Aunque se las colocan de diferentes maneras, todas las mujeres de San Bartolomé las llevan. En eso son únicas.

    Mujer con pañoleta en el mercado de Tlacolula, Oaxaca. Fotografía de Alondra Rodríguez.

    La pañoleta tiene un origen incierto. Aunque todas señalan que llegaron, vía los migrantes, de Estados Unidos, actualmente se dice que provienen de Guatemala, aunque hay quienes afirman que son fabricadas en Japón, China o Chiapas. En un artículo periodístico se afirmaba que las etiquetas decían que eran de China (Galimberti, 2013). Las pañoletas de ese tipo que se ven en Europa tienen etiquetas de Turquía. Las que revisamos en 2019 no llevaban etiquetas. En cualquier caso, son industriales y llegan en grandes cantidades a San Bartolomé.

    Vendedoras de Quialana en el mercado de Tlacolula, Oaxaca. Fotografía de Alondra Rodríguez.

    El resto de la indumentaria es similar a la de otras comunidades de los Valles. Las mujeres usan mandiles de manufactura industrial, de los que se venden en todos los mercados populares, pero los han adornado con flores bordadas a máquina tanto en la parte de arriba como en los bolsillos. Los mandiles se bordan en San Marcos Tlapazola.

    ¿Cómo llegaron las pañoletas a San Bartolomé?

    La precariedad de la agricultura, de la cría de ganado menor (chivos, borregos) y la explotación de maderas del bosque comunal no permitían la sobrevivencia de los hogares. Los trabajos de las mujeres cobraron cada vez más peso en los presupuestos domésticos.

    Los hombres de la comunidad, como tantos del estado de Oaxaca, se sumaron a la corriente migratoria que los llevó hasta Estados Unidos. Se establecieron en los alrededores de Anaheim y Los Ángeles y se convirtieron en jornaleros agrícolas para la pizca de la fresa y, en menor medida, de la uva y la cebolla. Desde finales de la década de 1970 empezaron a trabajar como lavaplatos y jardineros. En 2019, más de la mitad de los migrantes (54%) se dedicaba a la jardinería y, en menores proporciones, eran ayudantes de cocina, cocineros, jornaleros y lavaplatos (29%) (mmp, 2019).

    Una característica del atuendo de las jornaleras agrícolas en Estados Unidos y en México es el uso de grandes pañuelos, en especial paliacates, que les cubren la cara y el cuello de las inclemencias del sol. Se los colocan debajo de las cachuchas y de las capuchas de las sudaderas. ¿Fue ahí donde los migrantes de San Bartolomé conocieron las pañoletas? Puede ser.

    Pañoleta azul, uno de los colores preferidos. Fotografía de Patricia Arias.

    Lo que es indudable es que empezaron a enviarlas a sus esposas, hijas y hermanas en la comunidad y a traerlas de regalo cuando regresaban. Ellas comenzaron a usarlas y a dejar atrás el rebozo. La aceptación generalizada de las pañoletas parece tener dos explicaciones. Por una parte, usar pañoleta era una evidencia de que los migrantes enviaban remesas y objetos valiosos a sus hogares. Era una muestra de orgullo y éxito y de que valía la pena “el sacrificio de migrar”. Por otra parte, permitió romper con el lenguaje del rebozo en cuanto al estado civil de las mujeres. En las comunidades de los Valles Centrales, hasta la fecha, ellas deben colocarse el rebozo de acuerdo a su estado civil, solteras o casadas, categorías donde se ubicaba tradicionalmente a la mayor parte de las mujeres.

    La pañoleta permitió romper con ese código. Esa ruptura era ya necesaria. Como señaló Julia, con la pañoleta ya no se distinguía a las mujeres por su condición conyugal, lo cual hacía sentirse más cómodas a las madres solteras como ella, una situación que ha aumentado mucho en todas las comunidades. Así las cosas, en la actualidad es imposible saber el estado civil de una mujer de San Bartolomé, algo que no sucede en otras comunidades de los Valles.

    En San Bartolomé hay dos o tres talleres donde se venden las pañoletas y con ellas se confecciona una amplia variedad de prendas de vestir: blusas de diferentes estilos, tops, faldas, vestidos. En Tlacolula hay un taller, “Tlacolula a flor de piel”, donde se elaboran prendas de vestir con diseños de moda con la tela de las pañoletas: blusas, vestidos de diario y de fiesta, tops, shorts y accesorios: bolsos, monederos, diademas, sandalias. Su propietaria es Laura García, licenciada en Administración de Empresas, y los artículos y prendas de vestir se promocionan en Facebook.1

    Pero en los talleres y algunos domicilios de San Bartolomé, Magdalena Teitipac y San Marcos Tlapazola, además de las prendas con pañoletas, se elaboran blusas y vestidos para toda ocasión con telas industriales. En un taller en San Bartolomé acababan de llegar los rollos de tela que, dijo la propietaria, le enviaba su proveedora desde Chiapas. Se dice también que las telas provienen de fábricas del Estado de México.

    Las blusas son de telas de materiales sintéticos, muchas transparentes y con brocados, de colores muy vivos, adornadas con encajes también industriales; otras blusas tienen flores bordadas a máquina, que recuerdan a los huipiles. Las faldas, por debajo de la rodilla, son también de telas sintéticas, de colores fuertes como morado, amarillo, dorado, verde, azul, rojo y, en menor medida, a cuadros, como las faldas escocesas.

    Pañoletas. Fotografía de Patricia Arias.

    Todas las faldas son plisadas y el plisado se plancha antes de coser. Las faldas se hacen en tres tallas (chica, mediana y grande), sin pretinas ni cierres. Un vestido se hace cosiendo una blusa a una falda. Los vestidos, blusas y faldas se confeccionan en San Bartolomé, pero también hay quienes las hacen en las demás comunidades.

    Las clientas de las prendas señalan varias razones para usar las prendas fabricadas con materiales industriales. En primer lugar, los materiales. Para ellas, las telas sintéticas tienen ventajas sobre las fibras naturales: existe una enorme variedad de colores muy vivos, las telas no se arrugan, no se planchan y no se manchan como el algodón. En segundo lugar, las faldas plisadas, sin pretinas ni cierres, son fáciles de poner y usar. También los vestidos plisados. Representan una evolución del envuelto que se sujetaba con ceñidores.

    Hay que decir que las mujeres de las comunidades del pie de monte no usan pantalones. Sólo los llevan las solteras que salen a trabajar lejos y por temporadas largas. Un ejemplo: entre las jóvenes de Magdalena Tetipac, que se van como empleadas domésticas a la ciudad de Monterrey, sí se acepta que usen pantalones, playeras y chamarras. Por esas prendas se las reconocía como migrantes que habían regresado a la comunidad a pasar la Navidad de 2018, pero que volverían a Monterrey. Las que pensaban quedarse o las que regresan para casarse dejaron de usar esas prendas y empezaron a vestirse con el nuevo atuendo “tradicional”: blusas de colores, flores y encajes y faldas plisadas.

    En tercer lugar, algo que les agrada mucho es que pueden escoger las telas y sus estampados de acuerdo con sus gustos, sentidos y recursos. Julia decía que le encantaban las flores grandes, rosas y rojas, como se usaban antes en los huipiles, blusas y rebozos, y no los colores pastel que se utilizan ahora. Su hermana, que se dedica a bordar con una máquina eléctrica e hilos de acrilán, hace las blusas y borda los mandiles como a ella le agradan.

    Mujer de Quialana con falda, blusa y mandil actuales. Fotografía de Patricia Arias.
    Servilleta grande de acrilán. Fotografía de Patricia Arias.
    Pañoleta grande para confeccionar blusa. Fotografía de Patricia Arias.

    Julia no entendía por qué las guías de las flores eran de colores. Para ella, las guías que unen las flores en cualquier prenda son y deben ser verdes, porque así son en la naturaleza. Como tampoco es comprensible que en las decoraciones actuales, que ha visto en las tiendas de Oaxaca, haya magueyes beige, negros o rojos. Para ella, los magueyes sólo pueden ser verdes. Hilda decía que prefería las grandes servilletas de acrilán, con bordados coloridos, que se venden en tiendas no turísticas del mercado de Oaxaca. Las utiliza para cubrir la canasta que contiene las tlayudas que vende en Tlacolula. Su madre, que vende tejate, señaló que ella también las prefiere. Como ambas trabajan todo el día –“un día se hacen, el otro se sale a vender”– las servilletas de acrilán son fáciles de lavar, se secan muy rápido y no se planchan. Y les gustan.

    Y, desde luego, está el aspecto crucial de los precios. Una pañoleta cuesta entre 100 y 200 pesos, una blusa entre 150 y 350 pesos y un vestido entre 650 y 750; precios que distan mucho de los que alcanzan ahora las prendas que ellas usaban antes.

    En síntesis

    La indumentaria actual de las mujeres de San Bartolomé Quialana y las demás comunidades de los Valles Centrales puede ser entendida como una reacción a la expropiación que han experimentado de sus prendas, accesorios, materiales, usos y estéticas tradicionales. En Oaxaca, como en otros espacios turísticos, una parte de los consumidores nacionales y extranjeros demanda y paga por productos, como los individuales mencionados al principio, que son producidos para usos y mobiliarios sofisticados que privilegian los materiales “naturales”, los colores, texturas, dimensiones y combinaciones bien escogidas. Como un plus, los consumidores quieren que los productos tengan sentido, es decir, aludan a un supuesto simbolismo indígena. Para lograrlo, las productoras indígenas han escindido la producción que es para ellas y la que es para el mercado. Ellas producen para el mercado lo que quiere el mercado.

    Las mujeres de los Valles de Oaxaca han aprendido a conocer los intereses, gustos y lenguaje de la clientela no indígena, urbana y turística, para la comercialización de sus productos. Las que elaboran tlayudas y venden tejate aluden a que son “productos naturales”; las piezas de cerámica son “como la que usaban nuestros antepasados”; los tintes de los tapetes son “orgánicos y naturales”. Esos argumentos se aplican a lo que venden, a lo que destinan a los otros, no a su propio consumo de bienes básicos y culturales, como la vestimenta.

    Como los sapeurs, las mujeres de San Bartolomé Quialana se han apropiado de productos y materiales industriales, a partir de los cuales han reinventado una manera de vestir. En el caso de los sapeurs y de San Bartolomé, la migración tuvo un papel importante en el origen de las nuevas maneras de vestir. Los jóvenes africanos aprendieron a usar y modificar la vestimenta parisina cuando regresaron de la Segunda Guerra Mundial y empezaron a ir a sus comunidades de origen en el Congo, donde ellos y sus atuendos se convirtieron en objeto de gran admiración. En San Bartolomé la ausencia masculina contribuyó a que las mujeres pudieran dar usos de algún modo transgresores a las pañoletas que les enviaban como regalos: abandonar los rebozos, crear diversas prendas de vestir que pasaron a formar parte de su estilo.

    Las pañoletas, de variados e intensos colores, se las ponen de muchas maneras tanto en la cabeza como en el cuello. Para ellas es importante que, gracias a las pañoletas, no sean identificadas por su estado civil en un tiempo en que se han incrementado las no uniones y la maternidad sin parejas. Para las jóvenes de las demás comunidades es un logro de las de San Bartolomé. Las faldas amplias, cómodas y decoradas han sustituido muy bien a los envueltos, sin tener que transitar hacia prendas como los pantalones. Ellas prefieren las faldas y los vestidos. Los mandiles, que les mantienen la ropa limpia, han sido “personalizados” con bordados que les gustan y tienen sentido en cuanto a colores y diseños. Pueden pedir las flores de los tamaños, colores y combinaciones que ellas aprecian. Los colores vivos, que son posibles con los hilos y lanas de acrilán, son sus favoritos.

    El camino seguido por las mujeres de San Bartolomé no es, quizá, lo que se esperaba como trayectoria de la vestimenta indígena. Pero hay que aceptar que se trata de una vía que les ha permitido mantener, con productos industriales, una manera de vestir, una estética y unos sentidos propios que las identifican y de los cuales se sienten orgullosas.

    Bibliografía

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